El pasado 2 de junio el PRI sufrió la más fuerte derrota en su historia. Un líder con dignidad habría entregado su renuncia, sin embargo, Alejandro Moreno Cárdenas dio nuevos pasos en la trama que lo ha llevado a convertirse en el verdadero dueño del partido.

Sin la figura del Presidente de la República que siempre fue el verdadero jefe del PRI (para evitar el escarnio, el último presidente priista, Enrique Peña Nieto, se autoexilió a España), Moreno Cárdenas se sintió libre y trazó un plan para apropiarse del partido: con astucia fue ubicando a su gente en el Comité Ejecutivo Nacional, en las direcciones estatales del partido y en municipios clave, así como en las bancadas del Congreso de la Unión, todos se la debían. No fue el trabajo de un día, su larga trayectoria le permitió construir una extensa red de aliados; con sus adversarios marginados y apenas con un asomo de disidencia interna, la 24 Asamblea Nacional resultó un día de campo.

Hace ya muchos años que, acompañando el deterioro de los gobiernos priistas que habían abrazado el neoliberalismo, empezó la migración hacia el PRD de las hasta entonces sólidas bases sociales. En 1989 el partido del sol azteca parecía recoger lo que había abandonado el viejo PRI: el “nacionalismo revolucionario”.

El derrumbe del otrora partidazo se inició tras su derrota en las elecciones de 1997 para elegir jefe de gobierno de la Ciudad de México, que ganó Cuauhtémoc Cárdenas, y se aceleró a partir de 2012 por la rapacidad, el cinismo y el desgobierno de Enrique Peña Nieto, adicionado por una calamidad llamada “la generación del cambio” que incluyó a gobernadores tan corruptos como Javier y César Duarte (de Veracruz y Chihuahua); Roberto Borge, de Quintana Roo; Fausto Vallejo, de Michoacán; Andrés Granier, de Tabasco y Roberto Sandoval, de Nayarit.

Aunque en aquellos años el PRI todavía mantenía una vigorosa presencia en el Congreso de la Unión y en los gobiernos de los estados, en 2018, ante la pérdida de la Presidencia y el ascenso de Morena en todos los espacios, la mayoría de los gobernadores priistas (Quirino Ordaz, Claudia Pavlovich, Carlos Joaquín, Alejandro Murat, Omar Fayad y Alfredo del Mazo, entre otros), temerosos de terminar en la cárcel, rindieron la plaza.

Luego de haber perdido por primera vez la Presidencia de la República en el año 2000, el PRI debió emprender un serio ejercicio de introspección partiendo del reconocimiento de que había dejado de ser la agencia electoral del gobierno y tenía que constituirse en un verdadero partido político, pero no lo hizo.

Cada vez más pequeño —en más de un sentido—, hoy el partido histórico de la Revolución Mexicana está camino a convertirse en una entelequia, un negocio al servicio de una pandilla sin ideología y sin escrúpulos. Pésima noticia en momentos en que el país enfrenta la perversión de una camarilla que avanza en la construcción del país de un solo hombre.

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